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lunes, 30 de junio de 2014

"La Colegiala, Betty y los Celos Injustificados" cuento de Martin Petrozza


En la adolescencia me enamoré de una rubita preciosa de diecisiete años, y ahora, en aquel instante, volvía a enamorarme de una rubita de diecisiete años. Supongo que uno nunca deja de enamorarse de esas rubitas de diecisiete años. No importa si tú tienes treinta o cincuenta tacos, esas carnes frescas y rosadas, esos culos carnosos y esos pequeños senos son y serán siempre un sueño húmedo...

 Cuando le conté a Betty de aquella linda colegiala, hizo una mueca de desprecio y me pidió que le sirviera otro whisky en las rocas. Luego agregó que una niña de diecisiete años sería una boba, y una lenta. Ya dije, qué más da si tiene semejante cu... Pero Betty me interrumpió. ¡A que no te he contado!, exclamó. ¿El qué?, pregunté falsamente sorprendido. Ya me lo esperaba. Nuestra relación se basaba principalmente en charlas acompañadas de alcohol dentro de mi casa, y en mi terrible insistencia por follar. Insistencia a la que Betty se negaba rotundamente porque ella no deseaba dar un sólo paso más allá de la amistad conmigo. Se lo pasaba repitiéndolo: somos amigos. Nada personal, decía. En realidad no quería involucrarse con nadie que no fuese millonario; la idea del amor de Betty incluía alguna buena fortuna, y a un príncipe encantador. Aunque el príncipe era prescindible si la fortuna era cuantiosa. Y yo estaba muy lejos de ser todo eso. 

 Así que Betty se pasaba de vez en vez por mi casa, en ocasiones con alguna botella de whisky, y me contaba un montón de historias sobre cómo algún hombre guapo y adinerado había puesto el ojo en ella. Mientras tanto yo asentía desanimado con la cabeza, y me bebía la botella pensando en alguna otra cosa, o en cómo podía llegar a ser tan histriónica, y tan pusilánime. 

 Aquella vez me contó, noticia sorprendente, que su madre resultó ser amiga de una señora que a su vez era amiga de un señor, cuyo primo era un tío adinerado, un empresario, y padre de un chico de la edad de Betty. Y que esa señora había arreglado un encuentro entre ese chico y Betty. Ya dije, ¿y de qué empresa es empresario ese señor? No lo sé respondió, eso es lo de menos, el caso es que Rubén y yo nos conoceremos y estoy emocionada. Asentí con la cabeza y encendí un cigarrillo. Betty siguió con el rollo de ese tal Rubén y a los pocos minutos dejé de pensar en ello, en todo lo que ella decía, y pensé en la rubita de la otra vez… 

 La conocí en San Ángel, dije de repente, ¿no te parece curioso? Betty suspiró. Ya había notado que yo no le prestaba la menor atención, y suspiró. ¿Qué es curioso?, preguntó resignada. Si quería que yo continuase escuchándola, tendría que ponerme un poco de atención. La amistad, que tanto pregonaba entre nosotros, se basa en habla y en escuchar, hablar pero también escuchar, y ella ya había hablado suficiente. Es curioso que la haya conocido a ella, dije, que es un ángel, en San… Betty se levantó dejándome con la palabra en la boca. La miré mover el culo hasta la cocina. Se fue a la cocina y desde allí me gritó que siguiera, que estaba escuchándome. 

 Caminaba por la calle empedrada de San Ángel, dije mientras ella servía una ronda más de bebida, aquella calle empedrada con piedras de río y que está llena de restaurantes elegantes, ¿la conoces? Betty gritó que sí, que era una calle muy bonita y que pensándolo bien, no sería mala idea conocer a Rubén en uno de esos lugares. Ignorando su comentario, continué: no iba sola, iba en grupo; un grupo de cuatro tías menores y calientes, todas ellas vestidas en el uniforme azul de algún colegio de paga. Pero no podría ser de un colegio de mucha paga, espectacular, porque… vamos, esas tías no andan solas por la calle (hice una pausa para dar una calada al cigarrillo). Se trataba, más bien, de un colegio de poca monta, y ellas, las tres, sentíanse estrellas hollywoodenses paseándose por esa calle llena de glamur. Ninguna de ellas llegaba a los veinte años y lo sabías, lo olías, y te mojabas de mirarlas con esas calcetas ajustadas, esas faldas encima de esos culos, y esa juventud exacerbada y radiante (Betty chasqueó la boca). Esas sonrisas y esos ojos. Esos cabellos dorados bailando al compás del viento... Para, para, exclamó Betty, no puede ser para tanto, unas niñas bobas, por Dios. Lo dijo al tiempo que se sentaba en el sofá y me estiraba un vaso con whisky. Bobas si tú quieres, dije, pero buenísimas.  

 Saqué un cigarrillo de la chaqueta y lo encendí. Betty no decía nada. No hablaba de Rubén y tampoco me pedía que le contara más de la colegiala. Se limitaba a beber y a echarme miradas que no supe cómo interpretar. Así que decidí seguir narrando la cosa: 

 Tenía frente a mí a un cuarteto de jovencitas y alguna de ellas tendría que ser mía, pensé, porque una cosa así no es algo que Dios te ponga todos los días. Quiero decir que esas cuatro iban contoneándose por la calle, y querían que uno las mirase. Querían ser el centro de atención, y que un hombre las invitase a salir o algo. Quizá tenían en mente algún chico de su edad, pero yo me apunté de todos modos. Comencé a seguirlas sin que lo notaran. 

 Aquí Betty dijoque yo era un cabrón de mierda, un pervertido y un calentorro irremediable. 

 Bajaron por esa maldita calle, llegaron a Insurgentes y viraron a la derecha, seguí. Yo hacía que hablaba por teléfono en un tragamonedas y fumaba mi cigarrillo al tiempo que por el rabillo del ojo, las observaba. Había una en particular, con un culo particularmente bueno, y más rubia y más rosada. Así que yo iría por ella. Pero no sabía muy bien cómo acercarme. Las miré caminar por Insurgentes unos metros más, y luego dar vuelta en U. Me dio la impresión de que no sabían muy bien dónde coños estaban. Regresaron a la calle de las estrellas, y caminaron cuesta arriba. Hasta llegar a Revolución, y allí doblaron a la derecha, otra vez, y dos de ellas se despidieron de las otras dos, y abordaron un transporte público. La mía, la del culo más hinchado (Betty preguntó que si por fuerza tenía que expresarme tan vulgarmente) fue una de las que abordó. Miré el camión arrancar e irse. Pero no me detuve, corrí y corrí tras el maldito camión, hasta tuve que aventar el cigarrillo, dije, cuando finalmente un semáforo en rojo hizo detener al coche que llevaba mi presa, y pude subir, abordar el camión, y sentarme detrás de ellas. Dios santo, el solo olor de sus cabellos me causó una erección. 

 Betty dijo que a mí todo me provoca erecciones, y es verdad. Yo mismo le había mostrado a Betty cómo se levanta la cosa sólo de pensar en ella (en Betty), o en cualquier otra mujer, o situación. 

 Luego me pidió que le estirara un cigarrillo, y eso hice. Betty lo encendió y dijo: pues yo creo que iré de compras, a por un vestido, para la cita con Rubén. Ya dije, ¿ahora mismo? Ahora no dijo, más tarde, pero antes me daré un baño, y debo ayudar a madre. Ya dije, ¿ahora? Sí dijo, será mejor que vaya ahora. Ya dije, bueno. Y me levanté para abrir la puerta y despedirme de Betty. Betty pegó su mejilla a la mía, y se largó. Yo me quedé asombrado. Betty jamás se iba antes de la quinta copa. 

2

Logré enterarme gracias a la conversación que sostuvieron las niñas delante de mí, que mi princesa se llama Rebeca, y vive en un apartamento en Colinas del sur, dije, y Betty contestó: ¿Te dije que Rubén es Géminis? Ya dije, ¿cómo te has enterado de algo así? La amiga de mi madre le preguntó a su amigo por el cumpleaños de Rubén, y es el 23 de junio. Ya dije, qué bien. Lo que Betty quería decir es que según las leyes de la astrología, Rubén y ella eran altísimamente compatibles, pues ella es Libra, y él es Géminis. Bueno dije, el caso es que la amiga de Rebeca se bajó poco antes de los arcos de Colinas, y la dejó sola. Yo seguí el viaje hasta los arcos, donde Rebeca bajó, y yo bajé también. Supuse que tomaría algún otro transporte pero no fue así, bajó caminando y yo la seguí, y la miré doblar en alguna calle llamada Calzada de la serranía, o algo, y meterse en un edificio. Ella también me miró, y cuando lo hice, no le quite la mirada de los ojos. Eran unos ojos miel, hermosos, y ese maldito culo… Dios, una cosa así es un pecado. Lástima que falta tanto para junio, dijo Betty, si no, le daría un regalo muy especial a ese Rubén. Pronunció la frase muy especial con una malicia que sugería alguna clase de regalo sexual. Dando a entender que en el cumpleaños de Rubén, Betty se la chuparía o algo. 

 ¿Quieres una cerveza?, le dije a Betty levantándome del sofá. Sí dijo, pero ¿no tienes limón? Ella sabía perfecto que yo no tenía limón, que muy pocas, pero de verdad muy pocas veces yo tenía limón. No, respondí, y ella se quejó, como si del limón dependiera toda su felicidad. Habíamos bebido tantas veces sin limón, y nunca lo habíamos deseado, que aquello era un absurdo. Se lo pasó quejándose de que no tuviese limón todo el maldito tiempo. Tanto que tuve que decirle que si tanto quería uno, ya podía irse a cogerlo de su propio refrigerador. La idea no era descabellada, Betty vivía a dos pisos del mío y no hubiese tardado nada en hacerlo, pero se ofendió como si la hubiese insultado de la peor manera. Se largó echando leches, y dijo que yo era un desconsiderado. 

 Betty está actuando muy raro últimamente, pensé, no deja de interrumpir mis pláticas con ese maldito Rubén, y se altera por todo, como si yo la tratase de la peor forma. Pero no le di la mínima importancia, en vez de eso, miré la hora y pensé que fue mejor que se largase, porque ya se me hacia tarde. Eran cuarto para las dos y yo debería de estar ya en la parada de los arcos de Colinas, esperando a mi presa. Porque había ideado un plan de conquista, y el primero de los pasos, era presentarme a Rebeca, la colegiala, y el único dato que tenía es que más o menos a las tres de la tarde, ella estaría bajando en esos condenados arcos, yendo hacia su casa. 

3

Bueno, pues todo salió a pedir de boca. Creo que las cosas pueden salir bien si sólo te esfuerzas un poco, es cosa de actuar y eso es todo. Estuve esperando en los arcos, y de pronto la vi. Cuando lo hice ella estaba a punto de bajar del camión, por la parte de atrás, y yo corrí a ofrecerle mi mano. Se la estiré para que ella pudiese sostenerse al bajar. Antes de cogerla me miró y lo supo: yo era el tío que hace unos días la había seguido hasta su casa. Esto sólo podía significar dos cosas, que yo era un maldito pervertido, como decía Betty, o que yo era una buena persona. La colegiala sólo tenía dos maneas de mirar la situación. Afortunadamente no era muy lista. Tenía diecisiete años, Dios, un culo precioso, y muchas ganas de que un tío mayor la cortejara y la sedujera. 

Dibujó una sonrisa en su rostro y cogió de mi mano. Una vez abajo, le dije: hola, me llamo Martin, tú eres Rebeca, ¿no? Sonrió y dijo que sí, que cómo lo sabía. Entonces le confesé todo, aunque ella estaba enterada, de cuando la miré en San Ángel, y de cómo la seguí hasta su casa. Me justifiqué diciendo que me parecía la mujer más hermosa que jamás había visto. Se sonrojó y se disculpó, pero debía llegar a casa lo antes posible. Ya dije, no hay problema, permite que te acompañe, dije, y le tomé la mochila, la coloqué en mi hombro, y no pudo menos que dejarme hacer lo mío: seducirla camino a casa. 

 Betty adoptó la misma puñetera actitud cuando se lo dije. 

4

¿Qué haces?, me preguntó Betty cuando me miró coger un peine, y peinarme. Ya dije, pues me peino. ¿Por qué?, preguntó extrañada. Yo no solía peinarme, y además, estaba recién duchado y con la camisa dentro de los pantalones. Porque tengo una cita, respondí sin mirarla siquiera. Ahora me cepillaba los dientes. ¿Una cita?, dijo acercándose al lavabo, a mí. Ajá, dije con la boca llena de pasta dental. ¿Una cita con quién o qué?, preguntó asombradísima. En todo ese tiempo Betty no me había visto intentar un sólo ligue con alguien que no fuese ella, y no se lo creía. Con Rebeca, dije luego de enjuagarme la boca. ¿Con quién?, preguntó Betty, incrédula. Con Rebeca, exclamé, te he hablado de ella toda la semana, la colegiala. Betty enmudeció un par de segundos y luego dijo: ¿ah, sí?, ¿entonces no querrás ir conmigo al bar? Lo siento, nena, dije, pero esta vez no podré ir, tengo una cita con una rubita preciosa, y bueno… creo que la cosa se entiende, ¿no? Lástima dijo, yo pensaba invitarte esta vez. Es lástima, sí, dije, pero ni hablar, ¿quieres hacerme favor de darte la vuelta? ¿Darme la vuelta?, preguntó sin entenderlo. Sí dije, creo que estos pantalones no me sientan bien, me los cambiaré. Oh, es eso, exclamó, sí, vale. Se dio la vuelta.

 Betty estaba asombradísima, jamás en la vida me había mirado tan interesado en mi arreglo personal. Y tan poco interesado en ella, y en el trago. 

 Bueno, dijo mientras yo me mudaba los pantalones, ¿te conté que yo también tengo una cita? No, dije tajante, sin darle importancia. Sí dijo, con Rubén, ya es este fin de semana cuando lo veré, estoy muy ilusionada, me han dicho que es guapo, y es hijo… bueno, ya sabes, de un empresario. Ya dije, me alegro, ¿crees que la camisa está bien? ¿Cómo?, preguntó. Ya puedes voltear dije, ahora dime, ¿crees que la camisa está bien? Betty miró la camisa. Asintió con la cabeza, te ves muy bien, dijo tímidamente, como si le costara trabajo decirlo. Nunca me había dicho algo así. Excelente dije, ahora el toque final, ¿dónde diablos está la chaqueta de piel? ¿Tienes una chaqueta de piel?, preguntó Betty, Dios, no podía creerse nada de nada. Claro dije, sólo que no sé dónde coños está. ¿Y por qué nunca has usado esa chaqueta de piel conmigo?, preguntó. Ya dije, no lo sé, la reservo para ocasiones especiales, ya sabes. Betty suspiró. Pensé que yo era una persona especial, dijo. Vale dije, revisa debajo de la cama, por favor, yo buscaré en la cocina. En la cocina no estará, dijo Betty. ¿Cómo sabes?, pregunté. Conozco esa cocina mejor que nadie, dijo. De verdad, Betty había dicho mejor que nadie  en ese maldito tono, ya sabes, ese tono de… ¿Betty?, le dije muy despacio… ¿Betty, acaso… vale, no lo creo, pero… es que… hay algo que quieras decirme? No, dijo, sólo lo de Rubén, estoy segura que nos llevaremos estupendamente. Si todo sale bien pronto podré dejar este antro de mala muerte y… Vale dije, entonces dime, ¿la chaqueta está debajo de la cama? Betty se agachó a buscar la chaqueta. ¿Es negra?, preguntó. No dije, es café o vino, algo así, no recuerdo, ¿está? Creo que sí dijo, supongo que es esto. Betty se levantó con un pedazo de cuero colgando de su mano. La chaqueta estaba en bastante mal estado. Ya dije, esa es. Dámela. Betty tardó algunos segundos en dármela. La estiré un poco, la sacudí y dije: bueno, eso es todo, me piro. ¿Adónde?, preguntó Betty. A la cita, dije, Dios, que no escuchas lo que te digo? 

 ¿Cómo es que tienes una cita con esa Rebeca?, me preguntó Betty fuera de casa, al tiempo que yo echaba llave a la puerta. Ya dije, pues me planté con ella, le dije que me gusta, y quedamos en salir, ya sabes, para conocernos y todo ese rollo juvenil, ¿sabes que es lo único bueno de las mujeres de tu edad?, que se acuestan con quien sea, sin tanto rollo… ¿Mujeres de mi edad?,  ¿a qué te refieres?, preguntó Betty mientras bajábamos las escaleras. Por alguna razón me estaba siguiendo. Lo siento dije, no lo tomes a mal, quiero decir mujeres cerca de los treinta, no son unas niñas, saben de qué va la cosa y se acuestan con un hombre sin necesidad de conocerlo mejor. Entiendo dijo Betty. Ya dije, me da gusto, ahora sí, me piro, suerte con Rubén, lo saludas de mi parte, bye…

5

Doblé la esquina de la calle y no pude evitar doblarme de risa. Betty, la selecta Betty… ¡celosa! ¡De mí!, un borracho pendenciero, un roto, un bohemio, un vago sin oficio ni beneficio al que ha rechazado hasta el hartazgo porque no quiere darse a tan poca cosa. ¡La muy hijaputa! Yo lo sabía, estaba celosa como la que más, y todo ese rollo de Rubén, Dios, me  tenía hasta la coronilla. Apostaría la vida a que es un juego, un truco de su mente para darse a sí misma esperanza. No lo podía creer, todo había salido de maravilla. 

 Caminé unas cuadras más y me senté a una banca. Saqué de la chaqueta un libro de Rilke, y me puse a leer. Esperaría allí al menos unas cinco horas. Luego regresaría a casa y le diría a Betty que Rebeca era una chica estupenda. 


 Me había inventado lo de la rubia preciosa. Sólo para joder a Betty. 



domingo, 22 de junio de 2014

Hoja en Blanco


 Querida hoja en blanco.
A ti te importa un culo mis angustias,
mis miedos, mi inseguridad y mis abismos
y precisamente por eso te rayo, y te digo:
nada está dando la talla para esta vida
que se atenúa poco a poco

Los colores de mis ojos ya no son siempre alegres.
Tanta movedera de tierra;
Tanta sensibilidad;
tantas ganas de tanto en tan poco tiempo;
Tantas ganas de volar, y uno sin alas propias...
Sí...Ya me sé todo ese discurso de la positividad,
de ser fuerte,
de superar todo peligro en esta "dulce y trágica vida"
recordando a Porfirio...
Sí...Ya sé que existen
corazones francos
que se ofrecen desinteresadamente sus latidos,
sus sonrisas
e inundarme de deleites y placeres.

Ya sé que pueden prestarme su camisa
para limpiarme el llanto de mi cara,
y la zozobra de mi alma.
Pero no...Yo prefiero enfrentarme a ti, querida hoja en blanco
porque pasivamente registras mis sentires
porque te abres como el cielo ante mí
y me ofreces los renglones más inmaculados
para que yo los transgreda
con la caligrafía de niño de primaria
y la agonía de un desahuciado.
Tú no te contagias de mis angustias.
Sigues siendo la misma hoja en blanco
arrugada y sin mácula.
Sigues tranquila en tu trabajo:
Registras mi vida:
vaivenes, debacles, alegrías, amores, creaciones...¡Tantas cosas!
Sigues siendo la misma...Tu felicidad y tu esencia
no se modifican con mis palpitares.
Ninguno de mis amigos, hermanos, y mucho menos conocidos merecen o deben socorrerme cuando llore:
Cito un poema que escribí hace 4 años:
"Lloro a solas
no por capricho,
no por lontano,
sino porque quien me ama
no debe sentir mis lágrimas en sus manos"
Hoja en blanco,
Soy, he sido, y seré para siempre tuyo.

domingo, 15 de junio de 2014

Ecos de la Loma


Hace poco me preguntaban sobre la utilidad del arte para esta sociedad, del papel que tiene en las juventudes de nuestra ciudad. Esa misma juventud que hoy está dividida y que en muchas ocasiones se convierten en muertos vivientes, que caminan por las calles sin saber qué camino tomar. Pienso que, irremediablemente, el arte se ha convertido en un mecanismo pasivo y activo de resistencia contra la difícil realidad (e irrealidad) de la urbe. Una realidad que habla de mendigos durmiendo en las esquinas bajo periódicos y de muertos abandonados a la intemperie devorados por los gallinazos, verdaderos símbolos y representantes de nuestro escudo patrio. Una realidad que habla de madres sentadas, que bordan pañuelos y bufandas, que esperan el regreso de sus hijos perdidos y que probablemente no volverán. Una realidad que habla de una generación perdida tentada por las galas del narcotráfico y el sicariato, que le rezan a la virgen del Carmen para disparar a matar. Una realidad que habla de una sociedad marcada por la violencia, la venganza y el odio desde hace ya 200 años, desde que se creó esta pseudo república unida por endebles hilos de cristal.

Por ello el artista se convierte hoy en un arlequín, un navegante de las calles, un visionario que puede ver las superficies de la infamia. El artista percibe aquella extraña danza que se da en las calles, sus giros siniestros, sus máscaras y sus ríos de sangre. Como una suerte de optometras, los artistas tienen en sus manos poderosas herramientas para crear lentes, desafiar las formas de percepción. El arte crea nuevas y diferentes formas de percibir un mismo acontecimiento,  sea cotidiano o ajeno, dibujarlo con un nuevo color. La metáfora y la metonimia hacen ligeros desplazamientos, transforman un fusil en una guitarra, un machete en un poema o una pistola en un pincel. En este sentido, el artista es capaz de hacer visualizar en su obra lo que los demás no quieren escuchar, no quieren oír, no quieren ver. Lo que en nuestro proyecto de revista hemos llamado lo innombrable, aquello que se queda en la garganta y que muchas veces en un discurso no podemos articular. Nietzsche pensaba en el arte como una gran mentira. Una gran mentira que sin embargo contiene verdades que sólo pocos son capaces de dilucidar. Verdades que hablan de nuestra historia, de nuestro instinto y de nuestra cultura. Estas verdades están allí en cualquier manifestación artística, desde el más asombroso grafitti hasta la más ligera canción de rap. 

 Nuestros jóvenes insertos en un contexto histórico-espacial complejo, que no terminan de comprender, que no terminan de aceptar, se ven sin escapatoria, sin salida posible a los problemas que su cotidianidad les impone. La inseguridad, la desigualdad, la confusión de identidades y la fragilidad de los vínculos humanos imponen en ellos determinas acciones, que en su mayoría están marcadas por la violencia y la incertidumbre de un país del cual parece nada pueden esperar ya. El arte se ha convertido en un medio, un mecanismo de salida, de sublimación de todas estas emociones fuertes. A través del arte lo jóvenes devienen, se convierten en otra cosa, dejan de ser simples actores y peones de la urbe y se convierten en demiurgos, videntes y arlequines que buscan impulsar una nueva visión de los acontecimientos, una nueva forma de sentir tristeza, alegría o dolor. De alguna forma entran en el espacio de lo sagrado, donde se cruzan besos y balas, donde germinan orquídeas y sueños, donde enormes columnas sostienen un cielo de un rojo intenso y desolador. Los jóvenes se vuelven creadores y es en su creación donde logran manifestar sus sueños, sus miedos, sus emociones, todo lo que la sociedad les obliga a callar. 

Así, lo que se crea es un nuevo tipo de sensibilidad. Una nueva sensibilidad frente a la vida, frente al diario acontecer. Sus creaciones irremediablemente inciden en su percepción de lo cotidiano y de las irrupciones que rompen con esa normalidad; quiebres marcados por la violencia y la falta de oportunidades. Esta sensibilidad es claramente tanto estética como ética. El arte crea una nueva conciencia e invita a la reflexión, a la crítica, a valorar las pequeñas cosas como el abrazo de un amigo, un beso inesperado o una copa de guaro un viernes al anochecer. Pero al mismo tiempo que nos invita a valorar, nos invita a maldecir. A maldecir, a putear contra el sentido común y la estupidez, aquella pandemia que hoy se expande de manera alarmante. También luchar contra la insensatez de nuestra clase dirigente, contra aquellas máscaras y superficies de las cuales el artista es consciente y que se ven todos los días bajo la bruma de la ciudad. Las opiniones triviales, los lugares comunes, el tautológico discurso del colombiano promedio son motivos de burla. El artista percibe este discurso como lo que es, sólo palabras vacías que caen en un abismo: el abismo de la ambigüedad, la duda, el miedo, el auto-engaño y la frustración. 

El arte se convierte en Resistencia, una que se escribe con finas letras y que algunos tararean en la oscuridad. Los nuevos artistas que salen de los barrios marginales han decidido rebelarse contra su cotidianidad, han decidido crear espacios de diálogo, de tolerancia, de amistad. Los une la música, el teatro y la poesía. Los une un sentimiento, una visión, una creación. La ciudad y el espacio se resignifican, adquieren un nuevo sentido en sus obras. Se reescribe la experiencia y las anécdotas barriales. Se reescriben los sueños y los deseos de un cambio o la frustración de un “no”.  Y de eso se trata, ángeles caídos de la semántica, navegantes de las calles nocturnas, los artistas sufren en mayor medida. Su dolor, sus lágrimas se impregnan en textos, instrumentos y pinturas. Es necesario que escape. Es necesario sacarlo de ese cuerpo, sudarlo, extraerlo. Dejar que los sentidos se desarticulen, no reprimirlo, llevarlo a un cuerpo sin órganos: a la escritura, a la música, a un lugar donde viva independiente, donde tenga su propia entidad. El arte crea comunidad, crea espacios de conversación, de debate y los jóvenes se integran, porque quieren construir, porque quieren crear. 

Por ello, hoy a pesar de que se piensa que el arte ha muerto, que sólo es parte del capital simbólico de una sociedad y que por lo tanto no tiene ninguna utilidad práctica o monetaria, es más que pertinente reflexionar sobre cómo el arte incide en la juventud, cómo crea espacios y construye comunidad. En este sentido, el trabajo de Paco Suárez y el documental "Conquistando Fronteras" es un material valioso que da cuenta de estos procesos de transformación de la ciudad a través del arte.  Este trabajo además, y en parte el de la Revista innombrable, es una clara invitación a generar nuevas miradas y espacios respecto a la difusión y discusión del arte en nuestra ciudad. Hoy más que nunca, en una sociedad que se cae a pedazos y que le teme al cambio, es necesaria la figura del artista, caminante de los senderos de la percepción.

El artista hoy crea mitos, crea sueños, crea nuevas lecturas de la realidad. Es una hoja que cae de un árbol y que quiere seguir siendo empujada por el viento para nunca terminar de bailar y zarandearse. Es alguien que se eleva sobre la multitud, no porque sea más alto, de hecho puede ser pequeño o diminuto, sino porque ha aprendido a volar. Disfruta cada momento, cada minuto, cada segundo embriagándose de poesía y música, juega cartas con la muerte y su estirpe, se burla de sus muecas y su deficiente seguro dental. El artista explota y organiza el caos, le da forma, lo somete. Hace desplazamientos, crea nuevas realidades, surfea con metonimias en el cielo y naufraga en una metáfora o en el cuerpo de una mujer. Se baña en ríos de vodka o guaro, siente el doble, siente sed. Tiene sed de palabras, sed de silencios, líquido que transforma en arcilla para construir su universo, su castillo de colores, que puede devenir poema o canción. Un castillo enorme que se vislumbra encima de la montaña verde, rodeado de palma areca, casitas de ladrillo y calles que se pierden subiendo hacia el cielo en la inmensidad. 

lunes, 9 de junio de 2014

Perlas a los Cerdos


Habíamos discutido tantas veces sobre lo mismo, que el sólo hecho de pensar en ello me daba nauseas. Sabía de memoria la postura de cada uno de ellos; los argumentos utilizados para defender dichas posturas seguían antojándoseme buenos, pero no tanto para cerrar el caso a favor de alguno.  Sin embargo, estábamos una vez más allí, hablando de lo mismo.

  Allí, quiere decir la casa de Guillermo Garrido, o Garrison; y lo mismo, la selección de dos poemas míos para enviarlos al New Yorker. Me había propuesto aquello para impresionar a mi padre, que me consideraba un fracasado y un bueno para nada porque un buen día de 2002 anuncié que me dedicaría a la poesía. Y también, porque hasta la fecha no había logrado hacer un solo centavo con mi poesía. Deseaba aventarle a la cara un ejemplar con mis poemas publicados en la revista más importante y cosmopolita sobre la faz de la Tierra y decirle: ¿lo ves?, he decidido hacerme poeta y lo he logrado. Aquí se abre otra de nuestras discusiones favoritas: ¿en qué momento se puede decir que uno es poeta?

 Durante la primera hora aún podía hablarse de una discusión objetiva. Los cuatro, sentados a la mesa, aún éramos capaces de ver las cosas desde la razón. Conforme el reloj nos acercaba a la madrugada, la objetividad salía sobrando para éstos tres, y se aventuraban a juicios sustentados en su percepción de las cosas. Por ejemplo, Petrozza estaba a favor de que mandase mi poema que comienza el mundo empieza y termina en la raja de tu culo…, que es, para ser francos, mi poema más vulgar. Él no lo consideraba vulgar, lo consideraba una verdad absoluta, o casi absoluta, y lleno de profundidad y sabiduría mundana. “Cualquiera que se haya enamorado alguna vez en su vida, entenderá tu tesis”, decía. Yo no estaba muy seguro; en general, no me permitía hacer este tipo de poemas a menos que estuviese muy borracho o muy desesperado, cosa que repito: sólo me había pasado una vez. Guillermo lo contrariaba sosteniendo que un enamoramiento cuya quintaescencia es la raja del culo de una mujer, no es un enamoramiento real, sino una obsesión, un fetiche, o una perversión del acto más puro. Verónica estaba de acuerdo con ambos, en el sentido en que Petrozza acertaba al decir que mucha gente comprendería; pero al mismo tiempo, defendiendo la idea de Guillermo, de que el amor no es eso; y amalgamaba ambas posturas sentenciando que la mayoría de las personas no se enamoran de verdad, sino de la raja del culo de sus mujeres. Así, estaba un poco a favor de que enviase dicho poema, porque una cosa era segura: vende. 

 Si era complicado escucharlos en la sobriedad, más lo era a las dos de la mañana, cuando estaban a punto de caerse sobre sus propias caras de tanto tomar. A esas alturas Guillermo ponía todo su empeño en mandar al New Yorker el poema de la raja, y Petrozza, que lo había pensado mejor, se negaba rotundamente y prefería por mucho el poema que en la segunda estrofa decía …he matado mis pies / porque no he tenido el valor de matar los tuyos…, y se defendía diciendo que era una frase estupenda porque nadie la comprendería, que es más o menos por lo que creemos que Girondo es bueno. Guillermo reía y decía que eso era cierto, pero que de todos modos el verso de la raja y el que le seguía, que va así: tus tetas son las asas de las que me asgo al mundo… era magnífico por la psicología de las tetas, que son una cosa que nos gusta de las mujeres porque nos alimentan, porque un buen par asegura la supervivencia de la cría, etc. Esta vez Verónica no estaba a favor de ninguno, ya que, por un lado, el poema de los pies era incomprensible y ya estaba hasta la madre (sic) de que los poemas buenos tengan que ser por fuerza los que no se comprenden. Citó a Gertrude Stein, de cuando dijo: “una rosa es una rosa es una rosa”. Y agregó que en ese orden de ideas, un par de pies son un par de pies y no puedes matarlos porque no tienen vida propia. Guillermo dijo que eso era una pendejada, que en la literatura y en la poesía uno podía matar hasta uno solo de sus cabellos si le daba la gana.

 Por un momento pensé que mi padre tuvo razón cuando dijo que la literatura no iba a dejarme nada, excepto beber y fumar y amigos que no sirven de nada y que yo terminaría siendo como ellos. Más de un año había pasado desde que los conocí y mis virtudes humanas no habían mejorado en absoluto; mis vicios sí. Bebía más cervezas que antes, más whisky que antes (antes no bebía whisky y ahora no podía dejar de hacerlo en las reuniones). Fumaba muchos más cigarrillos que antes, y encima, Petrozza me estaba convenciendo de no trabajar; decía que el trabajo es indigno y sólo apto para asnos y monos. Guillermo me había dejado claro que si no lees eres una bestia, pues el lenguaje es lo más sagrado y hablar bien lo único que importa. En pocas palabras, me había hecho un misántropo. Odiaba al resto de la humanidad por su ignorancia, y si había uno más listo, lo odiaba por listo. Con Verónica dejé de creer en las mujeres y en el amor; el valor del amor cortesano había quedado en el suelo y pisoteado. Me estaban convertido en un borracho mamón y mujeriego. Mis únicas intenciones: beber, estudiar y follar. Me pregunto si James Merrill se las vio con amigos como estos antes de publicar en el New Yorker.

 Como toda plática donde abunda el alcohol, dábamos vueltas en círculo. Pasábamos del poema de la raja al poema de los pies, y en cada vuelta, los defensores cambiaban de bando y viceversa. Estaba harto. Había otros poemas, el de la madre que se come a su hija; el del caminante que da la vuelta al mundo caminando y en eso se gasta la vida; el del mendigo que no acepta limosnas porque no ha caído en la cuenta que es mendigo y debe mendigar. En realidad, había veinte poemas sobre la mesa y debíamos elegir dos.

 A Petrozza le gustaba la raja y el caminante, si tuviese que decidir se inclinaría por esos dos y estaría dispuesto a matar los pies. Le gustaba sobre todo la comparación entre el sentido de la vida de aquel que camina eternamente y aquel que eternamente permanece estático. “En realidad no hay ninguna diferencia, el estático echa raíces en una tierra; el caminante va sembrando”. Algo así es lo que dijo pero estaba tan borracho que no entendí lo que quiso decir. Verónica agregó que en realidad todos somos estáticos, como plantas, pero sembrados en macetas grandes. Guillermo dijo que el caminante era una mamada, que en todo caso prefería el que termina con …de la noche me quedo con la luna / de la luna me quedo el resplandor / del resplandor me quedo con el brillo en tus ojos / de tus ojos me quedo con voz. Pero Petrozza y Verónica lo consideraron cursi.

2

Mis amigos no ayudaban demasiado, se tomaban todo a broma y reunirnos para seleccionar algo era para ellos un pretexto para beber. No lo necesitaban, bebían incluso sin mí, y seguirían haciéndolo con o sin poemas. Pero les gustaba la idea de reunirse y comentar y apocar mis versos. Yo estaba cansado del asunto.

 Le platiqué a Estela de mi idea de publicar. Estela era mi novia y era mujer (perdóneseme el machismo, pero así fue como pasó) y le importaba un carajo cualquier verso que no tuviese escrito la palabra amor, o la palabra labios, o besos, o fuerza del destino, o piel, o pasión o deseo. No pudo terminar ninguno de mis textos sin fruncir la boca, y cuando leyó el de la raja dijo que yo era un vulgar. Lo leyó en la tienda, uno de mis días de trabajo, en el mostrador y delante de todos. Todos, quiere decir su padre, el señor Palafox.

 Bien, el señor Palafox era un lector asiduo, y estaba loco. Era completamente capaz de encontrar en Schopenhauer su religión, y en al Apocalipsis, su doctrina. Estaba enterado de mis intentos de escribir; siempre quiso darse (adjudicarse) la oportunidad de echar un vistazo a mi pluma y corregir, opinar, corregir, y ayudarme, corregir. Ésta era la presa que tanto anhelaba. Se acercó al mostrador donde yo estaba con Estela, y acariciándose el bigote, dijo yo quitaría esa coma de allí… para empezar. Alcé la mirada y lo vi: Palafox moviendo la boca, y con ella el bigote, de un lado a otro en modo pensando. Tuve miedo y no me equivoqué. Me arrebató las hojas sobre las que estaban escritas los textos y se las llevó afuera, donde tenía instalada la silla desde la que se sentaba a mirar pasar la gente y meditar. Estela y yo nos miramos y ella alzó los hombros y yo moví negativamente la cabeza. Me di una palmada en la frente.

 Estela salió con su padre y se acomodó en el escalón de la entrada. Yo los miraba pasar las hojas y hablar y reír o hablar y asombrarse o hablar y meditar. No tenía ganas de ir allá. Estaba en mi puesto de trabajo, que era detrás del mostrador, y allí me iba a quedar, guardando la esperanza de que alguien entrase a la tienda y me hiciera olvidar que mi poesía había caído en manos de Palafox. Pero no entró nadie. Dato curioso: nadie entra cuando lo esperas, y viceversa. Quinta ley de la Ley General del Tendero.

 Pasados quince minutos o así, Palafox me llamó. Cuando estuve cerca, sin quitar la vista de las hojas, me dijo ¿qué piensas hacer con esto? Suspiré y se lo dije: enviarlos al New Yorker. Se levantó de la silla y se plantó frente a mí. Me miró de arriba abajo y de abajo arriba. Se frotó el bigote, y con sus manos regordetas, agitando las hojas como un abanico… me felicitó. Dijo que yo era un hombre con un futuro prometedor.

¿Es necesario que lo deje claro? No iba a mandar mis poemas al New Yorker. Aquello era un decir, como decir: deseo publicar mis poemas y salir del anonimato. El New Yorker era la luna, y yo apuntaba mi arco a ella. No importa si al final tan sólo conseguía una publicación menor. Eso sería más de lo que había conseguido hasta ahora.

 Estela le explicó a su padre que mis amigos y yo nos dábamos a la tarea de seleccionar un par de esos poemas… y, Palafox me miró preguntándome con los ojos, como si en realidad no se atreviese, o no se le hubiese ocurrido ya. Total, pensé, después de todo es mi patrón y mi suegro: me da sustento y me da a su hija. Lo dije despacio, para seguir con el juego de la supuesta ocurrencia, ¿sería tan amable de ayudarme con la selección de… No terminé de decirlo. No era necesario. Le ofreces moscas a una araña, exclamó Palafox y, acto seguido, dio media vuelta con los textos en las manos y se metió a su cueva por la puerta que conecta la tienda con la casa. Primero mi amigos y ahora esto, pensé.

 De vuelta al trabajo puse los codos sobre el mostrador. Estela daba vueltas por la tienda. Pasaba el trapo por los refrigeradores o los estantes, pero lo hacía mal. Se detuvo en la rebanadora de jamón. Estuvo limpiándola unos ocho minutos, sobre todo en la parte de abajo. Yo esperaba que dijera algo, que me diera ánimos. Para Estela no era nada; decir poemas era lo mismo que decir cuadrados o ruedas. No significaba gran cosa. El hecho de que su padre tuviera mis poemas no le alarmaba en absoluto. No era capaz de ver la gravedad del asunto: Palafox, que es enajenado, juzgando mis poemas. Mis poemas quiere decir mi vida. Cuando un hombre juzga los poemas de otro hombre, está juzgando una parte de ese hombre. La parte más sensible de ese hombre. Peor que desnudarse. No debo bajarme los pantalones delante de cualquiera, pensé. No puedo andar mostrando mis poemas a cualquiera, y mucho menos dejar que ensucien con sus narices.


 Camino a casa me vi envuelto en este mar de opiniones ajenas. Sin poemas. Me los habían arrancado de las manos, esos buitres, para alimentarse con el trabajo ajeno. No habían escrito una sola línea pero se llevaban a la boca más de cien. No eran capaces de dejarme un bocado, de decir: nos comimos dieciocho, pero te dejamos dos. Llevaba más de dos meses seleccionando un par de poemas que fuesen dignos de publicar. A este paso no acabaría jamás. Si fuese fiel a mis pensares, si siguiese al pie de la letra los consejos de mi querido Rilke… Funesta la hora en que puse en tela de juicio el valor de mi trabajo. Más me valía callar y permanecer en el anonimato, donde al menos no se pierde la dignidad. Más vale ser la sombra de un buen escritor, que un buen escritor convertido en payaso. No tires perlas a los cerdos, se van a poner a juzgarlas por el valor de su circunferencia o de su opacidad, pero nunca por el valor de ir por una al fondo del mar.

lunes, 2 de junio de 2014

Poesía cromática "El color, y su expresión simbólica" Parte III - Negro


“La vida es un arcoíris, que incluye el negro.”
- Yevgeny Yevtushenko.

Mi sombra, en el espejo, se pierde.
Nada me refleja, nada,
sólo las líneas del cansancio.

Adentro, oscuro y cálido
flores de primavera
tendidas por toda la calle de
mi habitación, mi alma, ya vacía.

Adentro, sólo adentro, un silencio,
elocuente como mirar un pájaro,
entristecido como el final del viento,
y tranquilo como fundamento del hastío.

 Negro, azabache, como la noche;
no sé nada que no sea anochecer
murciélago y cuervo, he sido,
vértigo, humo y caos.

Noche negra, negrísima, espejo,
habitación vacía, pájaro, hastío
y el secreto de mis ángeles esparcido…
 por el piso.