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domingo, 15 de junio de 2014

Ecos de la Loma


Hace poco me preguntaban sobre la utilidad del arte para esta sociedad, del papel que tiene en las juventudes de nuestra ciudad. Esa misma juventud que hoy está dividida y que en muchas ocasiones se convierten en muertos vivientes, que caminan por las calles sin saber qué camino tomar. Pienso que, irremediablemente, el arte se ha convertido en un mecanismo pasivo y activo de resistencia contra la difícil realidad (e irrealidad) de la urbe. Una realidad que habla de mendigos durmiendo en las esquinas bajo periódicos y de muertos abandonados a la intemperie devorados por los gallinazos, verdaderos símbolos y representantes de nuestro escudo patrio. Una realidad que habla de madres sentadas, que bordan pañuelos y bufandas, que esperan el regreso de sus hijos perdidos y que probablemente no volverán. Una realidad que habla de una generación perdida tentada por las galas del narcotráfico y el sicariato, que le rezan a la virgen del Carmen para disparar a matar. Una realidad que habla de una sociedad marcada por la violencia, la venganza y el odio desde hace ya 200 años, desde que se creó esta pseudo república unida por endebles hilos de cristal.

Por ello el artista se convierte hoy en un arlequín, un navegante de las calles, un visionario que puede ver las superficies de la infamia. El artista percibe aquella extraña danza que se da en las calles, sus giros siniestros, sus máscaras y sus ríos de sangre. Como una suerte de optometras, los artistas tienen en sus manos poderosas herramientas para crear lentes, desafiar las formas de percepción. El arte crea nuevas y diferentes formas de percibir un mismo acontecimiento,  sea cotidiano o ajeno, dibujarlo con un nuevo color. La metáfora y la metonimia hacen ligeros desplazamientos, transforman un fusil en una guitarra, un machete en un poema o una pistola en un pincel. En este sentido, el artista es capaz de hacer visualizar en su obra lo que los demás no quieren escuchar, no quieren oír, no quieren ver. Lo que en nuestro proyecto de revista hemos llamado lo innombrable, aquello que se queda en la garganta y que muchas veces en un discurso no podemos articular. Nietzsche pensaba en el arte como una gran mentira. Una gran mentira que sin embargo contiene verdades que sólo pocos son capaces de dilucidar. Verdades que hablan de nuestra historia, de nuestro instinto y de nuestra cultura. Estas verdades están allí en cualquier manifestación artística, desde el más asombroso grafitti hasta la más ligera canción de rap. 

 Nuestros jóvenes insertos en un contexto histórico-espacial complejo, que no terminan de comprender, que no terminan de aceptar, se ven sin escapatoria, sin salida posible a los problemas que su cotidianidad les impone. La inseguridad, la desigualdad, la confusión de identidades y la fragilidad de los vínculos humanos imponen en ellos determinas acciones, que en su mayoría están marcadas por la violencia y la incertidumbre de un país del cual parece nada pueden esperar ya. El arte se ha convertido en un medio, un mecanismo de salida, de sublimación de todas estas emociones fuertes. A través del arte lo jóvenes devienen, se convierten en otra cosa, dejan de ser simples actores y peones de la urbe y se convierten en demiurgos, videntes y arlequines que buscan impulsar una nueva visión de los acontecimientos, una nueva forma de sentir tristeza, alegría o dolor. De alguna forma entran en el espacio de lo sagrado, donde se cruzan besos y balas, donde germinan orquídeas y sueños, donde enormes columnas sostienen un cielo de un rojo intenso y desolador. Los jóvenes se vuelven creadores y es en su creación donde logran manifestar sus sueños, sus miedos, sus emociones, todo lo que la sociedad les obliga a callar. 

Así, lo que se crea es un nuevo tipo de sensibilidad. Una nueva sensibilidad frente a la vida, frente al diario acontecer. Sus creaciones irremediablemente inciden en su percepción de lo cotidiano y de las irrupciones que rompen con esa normalidad; quiebres marcados por la violencia y la falta de oportunidades. Esta sensibilidad es claramente tanto estética como ética. El arte crea una nueva conciencia e invita a la reflexión, a la crítica, a valorar las pequeñas cosas como el abrazo de un amigo, un beso inesperado o una copa de guaro un viernes al anochecer. Pero al mismo tiempo que nos invita a valorar, nos invita a maldecir. A maldecir, a putear contra el sentido común y la estupidez, aquella pandemia que hoy se expande de manera alarmante. También luchar contra la insensatez de nuestra clase dirigente, contra aquellas máscaras y superficies de las cuales el artista es consciente y que se ven todos los días bajo la bruma de la ciudad. Las opiniones triviales, los lugares comunes, el tautológico discurso del colombiano promedio son motivos de burla. El artista percibe este discurso como lo que es, sólo palabras vacías que caen en un abismo: el abismo de la ambigüedad, la duda, el miedo, el auto-engaño y la frustración. 

El arte se convierte en Resistencia, una que se escribe con finas letras y que algunos tararean en la oscuridad. Los nuevos artistas que salen de los barrios marginales han decidido rebelarse contra su cotidianidad, han decidido crear espacios de diálogo, de tolerancia, de amistad. Los une la música, el teatro y la poesía. Los une un sentimiento, una visión, una creación. La ciudad y el espacio se resignifican, adquieren un nuevo sentido en sus obras. Se reescribe la experiencia y las anécdotas barriales. Se reescriben los sueños y los deseos de un cambio o la frustración de un “no”.  Y de eso se trata, ángeles caídos de la semántica, navegantes de las calles nocturnas, los artistas sufren en mayor medida. Su dolor, sus lágrimas se impregnan en textos, instrumentos y pinturas. Es necesario que escape. Es necesario sacarlo de ese cuerpo, sudarlo, extraerlo. Dejar que los sentidos se desarticulen, no reprimirlo, llevarlo a un cuerpo sin órganos: a la escritura, a la música, a un lugar donde viva independiente, donde tenga su propia entidad. El arte crea comunidad, crea espacios de conversación, de debate y los jóvenes se integran, porque quieren construir, porque quieren crear. 

Por ello, hoy a pesar de que se piensa que el arte ha muerto, que sólo es parte del capital simbólico de una sociedad y que por lo tanto no tiene ninguna utilidad práctica o monetaria, es más que pertinente reflexionar sobre cómo el arte incide en la juventud, cómo crea espacios y construye comunidad. En este sentido, el trabajo de Paco Suárez y el documental "Conquistando Fronteras" es un material valioso que da cuenta de estos procesos de transformación de la ciudad a través del arte.  Este trabajo además, y en parte el de la Revista innombrable, es una clara invitación a generar nuevas miradas y espacios respecto a la difusión y discusión del arte en nuestra ciudad. Hoy más que nunca, en una sociedad que se cae a pedazos y que le teme al cambio, es necesaria la figura del artista, caminante de los senderos de la percepción.

El artista hoy crea mitos, crea sueños, crea nuevas lecturas de la realidad. Es una hoja que cae de un árbol y que quiere seguir siendo empujada por el viento para nunca terminar de bailar y zarandearse. Es alguien que se eleva sobre la multitud, no porque sea más alto, de hecho puede ser pequeño o diminuto, sino porque ha aprendido a volar. Disfruta cada momento, cada minuto, cada segundo embriagándose de poesía y música, juega cartas con la muerte y su estirpe, se burla de sus muecas y su deficiente seguro dental. El artista explota y organiza el caos, le da forma, lo somete. Hace desplazamientos, crea nuevas realidades, surfea con metonimias en el cielo y naufraga en una metáfora o en el cuerpo de una mujer. Se baña en ríos de vodka o guaro, siente el doble, siente sed. Tiene sed de palabras, sed de silencios, líquido que transforma en arcilla para construir su universo, su castillo de colores, que puede devenir poema o canción. Un castillo enorme que se vislumbra encima de la montaña verde, rodeado de palma areca, casitas de ladrillo y calles que se pierden subiendo hacia el cielo en la inmensidad. 

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