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domingo, 3 de septiembre de 2017

Breve Historia de la Sangre

(Reseña de "Las Rutas de la Sangre" de Camilo Restrepo Monsalve)+


Por: Daniel Acevedo


De Camilo Restrepo se pueden decir muchas cosas, de su obra múltiple, de sus juegos con el lenguaje. Pero hay un solo adjetivo que no puede aplicársele: ingenuo. Su obra está llena de imágenes que denotan un desgarramiento, una experiencia de vida, un acercamiento muy profundo con los aspectos más inestables y caóticos de la miseria humana. La temática de la sangre, ciertamente, no es fácil de abordar, por el simbolismo que se aplica al líquido rojo vinculado a las batallas de los viejos héroes y a la violencia que, como un péndulo, se balancea sobre nuestra sociedad. Es fácil caer en las imágenes desgastadas de poetas que ya han escrito sobre el tema, pero las imágenes de “Las Rutas de la Sangre” son liberadoras, impactantes, refrescantes, plantean otra visión. Como, por ejemplo, pensar las venas del líquido rojo como “hilos de hierba crecidos del silencio”.

La obra lleva la sangre a espacios donde normalmente no la visualizamos como ese bosque idílico de “trasmutación del bosque” que es la morada de los muertos y la renovación de la vida. El lector siente fluir la sangre a través de los árboles y los pájaros, siente la decadencia y la podredumbre, que da luz, en un parto, a la vida que se transmuta. Todo esto sin que el poema haga explicita la sangre. No lo necesita. Ella está allí palpitando. La muerte y la vida se encuentran en la danza cíclica del tiempo. Y la sangre es el instrumento musical que se oculta tras el telón (o quizás es el telón mismo, desgastado y sucio). La música del bosque llega a nosotros a través del lenguaje en un acto único de amor por la vida que demuestra la madurez del proyecto del autor.

Las Rutas de la Sangre cumple con lo que promete: una serie de trayectos por la historia, los paisajes y nuestro propio cuerpo a través del líquido rojo que bombea por nuestras arterias y venas. Es un viaje difícil, pero necesario, una confrontación. Kafka solía decir que la buena literatura implica que un texto nos provoque pequeños temblores, que nos sacuda, que nos quiebre. Enfrentarse a las Rutas de la Sangre, es enfrentarse a nuestra historia, a un dolor que intentamos ocultar con una cotidianidad insulsa llena de paliativos y placebos que nos ofrece el mercado y la serpiente del capital. Eso es la “Escombrera”, un grito desde lo más profundo de la urbe, para recordar las víctimas de un pasado que aún vive, sin caer en lo panfletario, sino que las imágenes hablan por sí mismas y cuentan lo que pasó. No se necesitan contextos, las flores acusan al cielo por la masacre, como aquel judío de Auschwitz que escribió en las paredes que si existía un dios, era él quien debía rogar por su perdón.

El estilo de la obra es depurado y limpio. Hay un esfuerzo en construir un ritmo y una musicalidad que sean como una bofetada, un golpetazo que nos despierte de un sueño ilusorio. Las imágenes invaden fácilmente nuestros sentidos y nos llevan a aquellos territorios que la obra quiere mostrarnos, que van desde la sangre en nuestra cotidianidad, en el deseo, en la ciudad, en la naturaleza hasta su presencia en grandes personajes como Ulises, Vlad Tepes y Atila.  Al final la conclusión luego de leer las Rutas de la Sangre, es que el líquido carmesí ha sido motor y, a su vez, vestigio de nuestra historia, estará presente desde los primeros homo sapiens hasta el apocalipsis provocado, probablemente, por la estupidez humana. Bien lo dice Restrepo: “Cada gota es también un dedo de sangre que pulsa las teclas de la máquina en que se escribe la historia”


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